domingo, 19 de junio de 2011

EL PACTO por Javier Sánchez.

     Ya puedes descargarte el gratis el relato de cinco capítulos "El pacto" de Javier Sánchez, sin duda literatura de la buena, frescura en el panorama literario, misterio, suspense trenzado por entregas. 
                                         

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                                              http://elpactorelato.wordpress.com/



“…Pasaron un par de minutos eternos. Verónica cerró el grifo y alargó el brazo para hacerse con una toalla con la que cubrió su cuerpo. Luego, salió con cuidado de la ducha. Todo estaba en silencio. El vaho apenas la dejaba ver. Pasó su mano sobre el espejo para ver su rostro reflejado. Esta vez su mirada delataba su nerviosismo, preguntándose qué era aquello que había creído escuchar. Qué sucedía al otro lado, en la habitación en sombras. 
Con mucho cuidado puso su mano sobre el pomo y abrió la puerta del cuarto de baño. Lo hizo en silencio. No hubo un solo sonido ni chirrido. Ante sus ojos, todo parecía estar tal y como lo había dejado, aunque ahora tenuemente iluminado por la débil luz de la bombilla que se abría paso por el vapor de agua…”

El pacto, capítulo I, Verónica.



jueves, 16 de junio de 2011

TRANSPARENTE


Esto es algo transparente. Los cristales de tu casa son más bien otra cosa. Corre las cortinas si no quieres ver la realidad, pero las cosas que dejamos atrás siempre esperan, siempre. 
Algunas crecen.

     Texto Jacobo Sánchez
      Foto  Jacobo Sánchez 
(sierra de Gredos Junio 2011).

martes, 7 de junio de 2011

LA MELENILLA AMARILLA


      Había estado hurgando durante horas en el trastero y se había reencontrado con su querido pino sintético, de esos que tienen ramas plegables y sirven de un año para otro. Y tenía por allí también una caja con una estrella grande plateada y varias bolitas frágiles y de colores, y como quiera que el viejo Fred no tenía nada que hacer, pensó que sería buena idea decorar el salón con el árbol de navidad.
     Y fue así como llegaron las cuatro de la tarde y alguien llamó a la puerta. Fred fue a ver quién era. Caminó lento por su moqueta verde con su lamentable aspecto. Olía a orín y andaba descalzo dejando ver sus dedos montados uno encima del otro. Lucía una melenilla amarillenta y tenía algo de pelusilla en el pecho. Cuatro pelos blancos. Abrió por fin.
-Fred, aquí tiene las llaves del cuarto de la limpieza. Ya sabe que ahora también hay que limpiar los cristales de la puerta de la calle los viernes. Lo demás como siempre, barrer y fregar las escaleras y cuando termine el lunes le pasa las llaves al vecino de arriba.
      Era Flora, la vecina de abajo.
-Flora, ¿puedes entrar un momento? –  dijo Fred tranquilamente.
-¿Necesita ayuda?
-Sí, pase un momento. Es allí, en la cocina.
      Flora siguió al viejo hasta la cocina atravesando el salón.
-¡Dios mío Fred! ¿Aún no ha quitado usted el árbol de Navidad? ¡Estamos a trece de agosto!
      Fred no hizo el más mínimo caso, seguía a lo suyo.
-Se trata de esas latas de atún –  dijo -, no consigo abrirlas.
-¡Oh! Déjeme a mí.
      Flora cogió el abridor y empezó a perforar la lata.
-¡Santo cielo! ¡esto apesta! Uff, por lo menos hace diez años que ha caducado. -¿Come usted bien, señor Fred? – dijo dándose la vuelta.
-¡Se acabó! –  dijo Fred en el mismo momento que la golpeó con una olla a presión de acero inoxidable.

      Flora cayó encima de la mesa tirando el frutero vacío. Luego fue escurriéndose poco a poco hasta quedar tumbada en el suelo con la boca abierta. Fred soltó la olla y fue al salón, cogió una silla, se subió en ella y colocó la estrella plateada en lo alto del pino, luego volvió a la cocina, se agachó y puso el oído en el pecho de Flora. No oía nada, pero es que tampoco era capaz de oír a veces el teléfono. Agarró las muñecas regordetas de su vecina de abajo e intentó localizarle el pulso. Nada. Probó con la aorta. Tampoco. Sonó el teléfono y esta vez sí que lo oyó.
-¿Fred? Soy Sam.
-¿Eres Sam? –  dijo Fred – te he reconocido la voz.
-Escucha Fred, tienes que venir a mi casa inmediatamente, ha ocurrido algo terrible.
-Te he reconocido la voz – volvió a decir.
-Oye, es muy urgente, tienes que ayudarme, ven ya ¿me oyes? ¡Ahora mismo!
Sam colgó.
-¿Sam? ¿Sam, estás ahí? Se ha cortado, Sam.
      Colgó el teléfono y fue a su habitación a coger unos zapatos. Luego con un pequeño peine marrón se echó su melenilla amarillenta hacia detrás mojándosela un poco. Parecía un auténtico vagabundo. Estaba ya bastante viejo y le costaba caminar erguido. Además su cabeza no funcionaba bastante bien, por lo que le costó un poco encontrar la casa de su amigo. Dio un rodeo innecesario pasando por el patio de un colegio. Había varios niños pegados a la verja. Tenían caras rosas con pecas y no paraban de reír.
-¡Eh, viejo! – le gritaron.
      Fred volvió la vista hacia ellos. Los chicos se dieron la vuelta y se bajaron los pantalones. Ante él siete culos redondetes y blancos. Luego esos culos se cubrieron y los muchachos rompieron a reír a carcajadas.
-¿Habéis visto que cara se le ha quedado? –  dijo uno que parecía el cabecilla.
Apuesto un brazo a que se ha empalmado –  dijo otro.
      Fred siguió caminando y por fin dio con la casa de su amigo. Subió las escaleras y llamó al timbre. Sam abrió y le invitó a entrar.
-Adelante Fred, mi casa es tu casa – fue lo que  dijo exactamente.
-¿Desde cuándo? – preguntó Fred extrañado.
-Desde ahora mismo. Pero siéntate, no te quedes ahí de pie.
-Bueno - dijo sentándose -, y qué es eso tan terrible de lo que me hablabas.
-Ah sí, se me olvidaba. Prométeme que no te vas a asustar.
-Eso puedo jurártelo, Sam.
-Bien, pues resulta que estaba jugando con mi colección de soldados de plomo cuando sonó el timbre y fui a ver quién era. Resultó ser mi vecina. Necesitaba un limón para su arroz con leche o algo así.
      Fred observaba a su amigo. Tenía pelos largos que le salían de la nariz y también de las orejas. Sus ojos estaban arrugados y amarillentos y tenía esa barba de algunos cuantos días y esa camiseta de tirantes sucia. Otro auténtico vagabundo.
-Cógelo tu misma – continuaba diciendo Sam -, y se metió en mi cocina y buscó un buen limón en el frutero. Entonces y sin saber cómo... bueno, será mejor que lo veas tú mismo.
      Los dos ancianos se levantaron y fueron a la cocina. Allí tumbada había una mujer de unos treinta años, castaña, boca abajo, con unos muslos largos que sobresalían de la corta falda. Estaba inmóvil y un charco de sangre medio seco cubría gran parte del suelo.
-Está muerta, Sam.
-Eso parece.
-¿Con qué la golpeaste?
-Con la cafetera
-Con la cafetera... –repitió Fred.
-Sí, eso es.
-Un buen golpe.
-Gracias.
-Dime, ¿por qué lo hiciste?
-No sé, ¿qué importa ya eso? Oye Fred ¿qué vamos a hacer con ella?
-Nada.
-¿Qué quieres decir con eso de “nada”?
-Pues eso, nada. Coges tus cosas y te vienes a mi casa.
-Pero esto empezará a oler mal y esta chica tendrá familia o novio o alguien la echará en falta, llamarán a la policía, interrogarán a todos los vecinos y si yo no estoy sospecharán de mí. No podemos esperar a que se seque como una uva pasa, hay que hacer algo ya.
-Bueno, se me ocurre una cosa, es la única solución.
-Quiero oírla.
-Bien, ¿sabes cómo se curan los jamones? Los jamones se meten en sal y se dejan así algún tiempo, nada más. ¿Has visto alguna vez un jamón podrido? Es uno de los métodos de conservación más antiguos.
-¿Quieres decir que debemos salar a mi vecina?
Sí, eso quiero decir. Pero primero hay que sacarle las vísceras, sólo podemos salar la carne.
-¡Dios mío! Si no se pudre se convertirá en una momia. ¿Qué hago yo con una momia en mi casa? ¿Y qué hacemos con las tripas de la chica, tambores o chorizos?
-No te preocupes por eso.
      Fred cogió a Sam del brazo y le llevó hasta el salón, abrió la puerta del balcón y salieron. Fred señaló el patio del bar de abajo. Había un enorme perro sucio y de mala hostia.


-¿Ves ese perro sucio y de mala hostia? –  dijo Fred.
-¡Joder! Eres un profesional de esto, ni siquiera yo me acordaba de ese jodido perro.
-El se va a comer todas las tripitas de la chica.
-Estupendo, vayamos a por la sal.
-Los dos amigos se arrastraron hasta la tienda de Lou, a la vuelta de la esquina.
-Oye Lou, necesito 60 o 70 kilos de sal gorda –  dijo Sam.
-¿Qué demonios vas a hacer? ¿una estatua de sal? – preguntó Lou.
-No, no, nada de eso. Voy a asar un hipopótamo.
-Oh, ja, ja, ja, eso ha tenido gracia –  dijo Lou – mucha gracia.
Lou era medio gilipollas, aflojó la mercancía sin problemas.
-Si te sobra algún moflete acuérdate de mí, Sam. Oh, ja, ja, ja.
-Lo haré.
      Los dos viejos salieron de allí con la sal, apenas podían con ella.
Casi 40 grados, asfalto pegajoso, moscas pegajosas, posibilidad de freír un huevo sobre el capó de un coche, cucarachas multiplicándose geométricamente en las cloacas, ratas siguiendo el ejemplo de las cucarachas, ratas como cerdos, temibles. Así estaba el panorama aquella tarde en la que el viejo Fred y su amigo Sam introdujeron la sal en casa de este último. Empezaron a abrir las bolsas y a vaciarlas en la bañera. Entonces Sam sintió la necesidad de hablar y así lo hizo. Parecía estar perdiendo la memoria, a veces decía cosas que no venían a cuento, que no eran ciertas o que eran tan ridículas para un hombre de su edad que daba vergüenza ajena escucharle.
-Escucha Fred – comenzó – he leído que si a las babosas las cubres de sal se desintegran poco a poco convirtiéndose en una gran baba viscosa.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Pues que si nuestro cadáver...
-¿Cómo que nuestro? – interrumpió Fred enojado.
-Bueno, si mi cadáver, o sea, si esa chica se desintegrase al meterla en la bañera, significaría que es una babosa.
      Fred observó durante un rato a su amigo con el semblante serio.
-¿Te encuentras bien, Sam? –  dijo finalmente.
-Quiero papilla – respondió Sam tajante.
-¿Cómo dices?
-Señorita Murphy, no me pegue más con la regla – añadió segundos después.
      Fred seguía mirándole atónito. Se dio cuenta de que la demencia   senil se estaba cebando poco a poco con su mejor amigo.
-Oye Fred ¿quieres que coja a ese capullo y le pegue tres tiros en el culo? – sugirió Sam totalmente ido.
-No es necesario –  dijo Fred agarrándole del brazo -. Ven, será mejor que te sientes en el sofá un rato.
      Le dejó allí plantado, con las manos en las rodillas, con la expresión ausente, con su cerebro roto.
Fred desnudó al fiambre, lo rajó con un cuchillo carnicero y fue sacando las tripas poco a poco y echándolas en un cubo de plástico. Tenía arte y nada de asco. Había trabajado toda su vida en un matadero y para él ver unos cuantos metros de intestino enredados era como para un payaso ver una nariz de plástico roja. Arrancaba el páncreas, el estómago y el hígado con desparpajo mientras Sam parecía volver en sí.
-Era guapa, ¿verdad? –  dijo desde el salón.
-Sí, sí, lo era. Voy a tener que romperle unas costillas para trabajar mejor, oirás un chasquido fuerte –  dijo en tono alto.
-Vale, no te preocupes. Y dime ¿qué estabas haciendo cuando te he llamado?
      Sonó el chasquido y Fred pudo enganchar mejor el pulmón izquierdo mientras intentaba acordarse de lo que había estado haciendo.
-Creo que estaba comiendo –  dijo poco convencido.
-¿y qué era lo que comías?
-Patatas con peras, ya lo recuerdo.
      Sam se quedó un poco extrañado con la contestación. Pobre Fred, pensó, está perdiendo el juicio, habrá que seguirle la corriente.
-He terminado de limpiar a la chica, ¿puedes echarme una mano? – se oyó desde la cocina.
-Claro.
     La cogieron de pies y manos y la llevaron hasta la bañera. Luego siguieron abriendo bolsas de sal y vaciándoselas encima, vaciándoselas dentro y entre los huecos de los ojos.

-Sam, necesitarás al menos 50 kilos más. Cómpralos en distintas tiendas para no levantar sospechas.
-Lo haré.
-Bien, ahí tienes el cubo con las vísceras, en cuanto anochezca échale unas pocas al perro y el resto guárdalas en la nevera. En tres días se habrá ventilado todas, ese perro no ha comido desde que nació, de ahí su mala hostia. Tendrás que fregar el suelo, yo me ocuparé de hacer desaparecer la ropa.
-¿Eres mago? – preguntó Sam sorprendido.
-Olvídalo, he de irme, acabo de recordar que tengo que fregar el portal y las escaleras de mi casa. Vigila el fiambre y mantenme informado. En cuanto esté curadito lo cortaremos en pedazos y lo iremos bajando poco a poco a la basura.
-No sé como agradecerte esto.
-No tienes por qué hacerlo Tom, para estos casos estamos los amigos.
      Volvió a fallar su cerebro, Sam lo comprendió y no  dijo nada. Se sentó en el sofá y esperó a que anocheciera. Cuando lo hubo hecho abrió la nevera, cogió el estómago y lo lanzó por la ventana. Apagó las luces y se metió en la cama. El estómago se quedó en el tejado de la casa de al lado, mal cálculo.
      Mientras, Fred ya había saneado su portal y había terminado de colocar las bolas brillantes en el árbol. Se había tumbado a ver un documental sobre arañas en la tele y se había quedado dormido. A las dos de la mañana despertó con un rugido de tripas majestuoso. Se dio cuenta de que no había comido en todo el día, así que fue a la cocina en busca de alguna lata sin caducar. Fue así como se encontró con su vecina muerta.
-¡Hostias! ¿y esto? Tengo que contárselo a Sam inmediatamente, menuda coincidencia.
    Se quedo un rato pensativo.
-¿Quién lo habrá hecho? – se preguntó.
      Luego descolgó el teléfono y marcó.
      Sam salió de la cama, enganchó 85 centímetros de intestino delgado y los tiró por la ventana al patio del perro sucio y de mala hostia. Cayó en el tejado de la casa de al lado. Los pájaros harían el trabajo. Luego descolgó.
-No vas a creerte nada –  dijo Fred -, tengo un fiambre en mi cocina.
-Señorita Murphy – se oyó -, Toni se ha meado dentro de mi estuche.
      Fred colgó, se calzó sus zapatos, chupó la palma de su mano y se echó un poco hacia atrás su melenilla, bajó a casa de Flora y llamó a la puerta. Esperó allí un par de minutos, volvió a llamar y nadie le contestó. Probablemente el señor Arthur estaría trabajando de noche en la fábrica de harina, así que Fred subió a casa, cogió papel y bolígrafo y empezó a escribir.

Señor Arthur:
He encontrado el cadáver de su mujer en mi cocina, no quiero molestarle pero por favor, pase a recogerlo lo antes posible.
                                                             Un saludo, Fred.

      Dobló la nota y fue a meterla por debajo de la puerta de Arthur. Decididamente el tacto no era la mayor virtud de Fred. Luego subió a su casa y volvió a hurgar en el trastero. Allí encontró su viejo tren eléctrico, con todos esos vagones de correos, de carbón, de literas, con semáforos, puentes, estaciones y tanques de agua. Lo sacó todo y se puso a montarlo. No cayó en la cuenta de que iba camino de su tercer día sin comer. Si seguía sin meter proteínas al cuerpo acabaría perdiendo hasta su melenilla amarilla. Luego volvió a sonar el teléfono.
-Aquí el Jefe de estación Fred, ¿algún problema?
-Perdone, pensaba que era la casa de la señorita Murphy.
-Aquí no hay señoritas, ¡ y no vuelva a llamar, tenemos mucho trabajo!
Colgó. Al otro lado de la línea un anciano arrojaba tripas frescas a diestro y siniestro a través de su balcón.
- Guau, guau – podía oír desde su casa -, guau, guau.


  Jacobo Sánchez
         © copyright
    Publicado Año 2000
                 

miércoles, 1 de junio de 2011

EN ZAPATILLAS...

...Cuando sea mayor
bajaré al bar en zapatillas.
¡Oh, Dios que si lo haré!
de ese pelo bajaré
al bar
yo
en zapatillas.

texto Jacobo Sánchez 1999.