jueves, 13 de septiembre de 2012

CUANDO CRUJAN LAS HOJAS AL PISARLAS

     Iba por la calle sonriendo hasta a los zapatos de los escaparates, le gustaban los de puntas alargadas que pinchaban el oxígeno y restallaban al sobar las baldosas. Sonreía a las chicas de los carteles publicitarios, a los puntos cardinales y al monigote verde del semáforo. Luego el monigote hacía que caminaba graciosamente y eso era un cosquilleo en el estómago, le hacía gracia decididamente. Luego aparecía el muñequito rojo, estático, triste, eso hacía llorar a los niños.
     Danzaba por el centro con un secreto no muy oculto, con muchas cosas picoteando en su cabeza, historias pendientes de fin de semana. Era porque llegaba octubre barriendo bobadas de adultos, despejando porquerías y mentes sucias. Era porque Orión empezaba a velar por él por las noches y dormir así de arropado valía más que un lince blanco.
     Filtraba aire a sus pulmones y exhalaba tranquilidad. Las caras amargadas y las ojeras que cruzaban su camino le hacían retorcerse y segregar saliva como si se hubiera tragado un limón verde. Su organismo estaba bien engrasado, funcionaba a pleno rendimiento y eso se notaba por fuera. La palabra envidia la remataba de espuela y su almohada era un algodón de azúcar, a ver quién puede amargarle un instante sin que le despache con un gesto.
     Caminaba haciendo punteos de guitarra con los dedos contra el pantalón, colocando balones imaginarios al área con los pies, alguien los remataría con la vista desde un balcón, seguro.
     Cuando el sol se agotó de regarlo todo y tomó el relevo la noche con todas esas estrellas brillantes, giró sobre sí mismo y emprendió la vuelta a casa. Tenía un teléfono apagado y eso era siempre un buen síntoma. Hoy el día más la noche eran sólo para él, encendería aquél cacharro cuando crujieran las hojas al pisarlas.


texto JACOBO SÁNCHEZ 
septiembre 2012

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