jueves, 3 de marzo de 2011

PULPO

     A las tres de la tarde Samuel decidió que ya era hora de salir de su sucia cama y empezar a arrastrarse por el mundo.
     A las tres y cinco aún no lo había hecho, estaba muy ocupado contemplando la gotera de su habitación. Si se quedaba un buen rato quieto con la vista fija en la mancha de humedad podía ver como aumentaba, y es que el vecino de arriba debía haberse muerto mientras se estaba afeitando y el agua del lavabo había rebosado anegándolo todo. El pequeño apartamento de Samuel no era de lujo. El pequeño apartamento de Samuel formaba parte de un perfecto bloque rectangular sin personalidad construido en la periferia de una ciudad dormitorio en tiempos de expansión del país, cuando existía una gran demanda de vivienda. Podría decirse que su techo llevaba los materiales más baratos de la época. Algo así como un paquete familiar de tostadas integrales pegadas con mantequilla. Así estaba el asunto; materiales de la peor calidad y el vecino de arriba desplomado en el suelo con los grifos abiertos de par en par.

     
     Pero bueno, Samuel puso sus piesecillos en el suelo y articulando sus débiles rodillas llegó al cuarto de baño, se peinó y perdió la hostia de pelos. A pesar de su edad estaba ya avanzadamente calvo.
     - Estoy avanzadamente calvo –  dijo.
     Después se examinó las encías en el espejo.
     - Tengo las encías desahuciadas – susurró.

       Se olvidó de su físico y se desayunó una lata caducada de pulpo en conserva mientras ojeaba el precio de las acciones de las industrias químicas en un periódico pasado de fecha. Cuando se cansó de todo aquello rebuscó una colilla en el cenicero de la cocina y logró apurar un par de caladas. Se asomó a la ventana; tres niños jugaban con sus peonzas mientras se escupían, el vecino arreglaba la antena, el sol tan débil como él...
  

      Puede que en el bar de la esquina quedase algo de comida caliente.
     - Un filete – pidió Samuel.
     - ¿Con patatas?
     - Sí, patatas.
     - ¿Lechuga?
     - Vale, lechuga.
     - ¿Tomate en rodajas?
     - No. No tengo tanto dinero.
    Primero llegó el vino. Luego llegaron filete y patatas, pero vino ya no estaba allí para hacerles compañía. Esas cosas suelen ocurrir, ahora se acercaba el turno del camarero. Entró en escena con la nota y esperó inmóvil el dinero.
   - Cuando un hombre pierde el rumbo en la vida –  dijo Samuel -, cuando una persona está hundida, cuando te quedas sin huevos para el desayuno o cuando no tienes con qué cortarte las uñas de los pies, un buen filete te hace amar la vida de manera especial.
     El camarero no entendía bien todo aquello, sólo quería cobrar.
     - Oye tío, no me cuentes el cuento del lobezno y págame –  dijo.
     Samuel aflojó el dinero y volvió a decir unas palabras.
     - Nunca compares un filete con un cortaúñas.
     - Nunca vuelvas a pisar este local.
    El día se estaba poniendo muy feo, el cielo se cubrió con unas nubes de un gris aterrador, y Samuel, que andaba lento por la acera chupando un palillo plano se sintió triste de repente y comenzó a llorar. ¿Por qué le había tocado a él vivir así? ¿por qué le ignoraban las mujeres? ¿quién se había llevado su suerte? ¿dónde andaba cuando repartieron las almas? Alguien se movía por la ciudad con su dosis de buena suerte mientras él se arrastraba por los guetos con una doble ración de desgracias. Tenía la colección de imprevistos más grande del mundo. Samuel era casi un hombre de interés turístico nacional. No pudo contenerse y lloró y lloró bajo la fina lluvia, entonces el agua empezó a filtrarse por la suela de uno de sus zapatos. Las cosas seguían torciéndose y las campanas de la iglesia dieron las diez. Samuel fue a casa y se preparó un bocadillo de pulpo caducado. Aún le quedaban tres latas y otra de lomos de caballa en aceite vegetal. Envolvió su cena con el periódico viejo y se fue a trabajar. Sus compañeros de trabajo eran como él, una auténtica patrulla de criaturas dejadas de la mano de Dios. Allí estaba en su salsa, incluso podían hablar de mujeres y de coches de gran cilindrada. Cuando terminaron de ponerse el traje amarillo de bandas luminosas y los guantes grises salieron a esperar al conductor del camión y se engancharon en la parte trasera dispuestos a limpiar de basura la ciudad. Siguieron fieles la ruta habitual vaciando los contenedores. Samuel rebuscaba entre las cáscaras de huevo y las botellas de aceite su oportunidad. Oyó que una vez un tipo se encontró un maletín con una cantidad de dinero importante tirado en la basura. Él encontró en una ocasión un osito de peluche con el hocico lleno de mayonesa y una pata amputada. Eso no le sacó de pobre pero le dio un toque muy personal a su salón.
     Hacia la media hora de la recogida, Samuel empezó a encontrarse mal. El pulpo le estaba pasando factura. Vomitó sobre un zapato de charol sin tacón y siguió con su trabajo. Al cuarto de hora vomitó de nuevo sobre las rodillas de su compañero y luego sobre un bote de crema solar de protección siete. Aquel pulpo parecía estar agitando sus tentáculos dentro de su estómago.
     - Llevadme a casa, por favor.
     - Ni hablar Samuel, aún nos queda el barrio chino.
    Vomitó sobre dos jeringuillas y unos restos de cerdo y arroz y aletas de tiburón.
     - Quiero irme a mi casa.
    - Mira Samuel –  dijo su compañero -, el polígono industrial es una de las zonas más jodidas  y no pienso currármelo yo solo.

   

     Samuel se deshizo de su bocata y se trabajó el polígono a medias con su compañero.
     - Nos queda el mercado y la fábrica de chorizos.
    Tuvo que tragar también con eso, su compañero no era una buena persona, de hecho había estado en la cárcel por incendiar una tienda de ropa para bebés. Samuel se acercó hasta la puerta trasera de la fábrica de chorizos a coger el contenedor y allí se encontró a dos jóvenes borrachos meando en la esquina.
     - ¡Eh, David! Mira, eso –  dijo uno de ellos al ver a Samuel -, corrígeme si me equivoco, pero ¿no es ese el Capitán Abejaruco?
     - No lo sé, tío, es amarillo pero no parece que lleve sus zapatillas con muelles.
     Samuel se quedó mirándoles y vomitó un poco.
     - ¡Hostias David, te dije que era él! ¡Vámonos perdiendo el culo!
    -¡ Dios mío! Ha echado su compuesto corrosivo, ¿tu crees que nos succionará la sangre?
     - Yo creo que nos llevará a su panal y nos dará por el culo.
    Samuel cogió el contenedor y se lo llevó hasta el camión para vaciarlo. Los dos muchachos resoplaron aliviados.
     - ¡Santo Cielo! Hemos librado de milagro.
     - Tal vez no tuviera hambre.
     - Un momento, David, ¿no es esa la nave del Capitán Corteza?
     - Demonios, no te muevas. Puede que pase sin vernos...      
   Después del almacén de pescados y el hogar del pensionista Samuel pudo regresar a su casa. Subió las escaleras derrotado, hurgándose las encías. Sangraba de nuevo. Le gustaba el sabor de su sangre. Por fin cayó en su cama y permaneció inmóvil durante un tiempo. Después abrió los ojos y observó la gotera. Había aumentado considerablemente en su ausencia, pero eso apenas tenía ya importancia. Mañana hablaría con el vecino.
     O tal vez no.


Jacobo Sánchez
 © Año 1999

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